25 Abr 2024

52. POESÍA COLOMBIANA. RAMÓN COTE

-05 Sep 2020

 

ORCHHA    

 

A Santiago Gamboa

 

Escucha viajero cómo resuena 

la noche en la oculta ciudad

de Orchha. Las cigarras y los jazmines

giran en el aire igual que los tambores

veloces y las ligeras voces lejanas.

 

Ya cuentas con los dedos de las manos

las horas que te quedan en la India

y después de todo lo que has visto

y que jamás podrás enumerar

sin que te falte la respiración,

sólo te resta detenerte un momento

para empezar a agradecerle a esta tierra

todo lo que te ha ofrecido en abundancia.

 

Agradécele entonces,

si puedes con hermosas palabras, el tácito fulgor

de su luna y sus diamantes en el agua, su generosidad 

por haberte permitido ver tantos templos, 

tantas águilas tenues sobrevolando las cúpulas

de los palacios, el firme terracota de sus fuertes

y la frescura de los mármoles blancos

para el pie descalzo del peregrino.

 

El viajero que se ha detenido en la oculta ciudad

de Orchha debe escribir un poema

en el aire por todo lo cumplido,

porque le ha llegado el momento de cerrar los ojos

y soñar hacia adentro donde en un pozo profundo

irán cayendo como monedas de plata 

esa multitud de imágenes que más tarde serán

la imagen imborrable de su propia vida,

el dibujo certero que ya nadie

podrá quitarle, por más que la muerte

o el olvido se la quiera arrebatar.

 

Antes de que empieces a saber

que todo viaje es una suma de asombros

y renuncias que van dejando su ceniza en los dedos

y un polvo dorado en la memoria,

escucha detrás de las celosías 

a las cigarras susurrar entre jazmines.

 

Entonces

vacía tus bolsillos en las estrechas calles

de Orchha en esta, tu última noche

en la India, y baja al amanecer hasta la orilla

del río Betwa y despídete de los palacios

que apenas surgen en la niebla como envueltos 

por el vaho de un dios,

con sus chattris en lo alto que parecen campanas

que pronto resonarán con el primer rayo de luz.

 

Los pasos que de ahora en adelante 

des por el mundo llevarán a donde vayas

este encantamiento, porque quien una vez ha sido

deslumbrado por la belleza será para siempre

el más fiel y devoto de sus emisarios.

 

 

ES OTRA VEZ OCTUBRE

 

Es otra vez octubre y mi memoria

se abre al recuerdo para encontrar

ese hilo de luz remota que me lleve a esas ciudades

de la India y su cautela a la entrada

de los templos, con los pies descalzos, dejando atrás

ese polvo amarillo de sus carreteras

interminables y suicidas.

 

Allí estuve y sin embargo tan lejos está

ese pasado mes de octubre. El recuerdo exige

una ceremonia solitaria para lograr cierta exactitud,

para tocar ese punto cardinal

y respirar en el aire esos jazmines

que me devuelven hasta allí,

sin vanas nostalgias ni engañosos espejismos.

 

Si lo que fuimos es lo que somos

y si lo que nos sucede hoy será lo que seremos,

entonces le pido a las palabras que sean

sólo presente constante, transparencia pura

y encarnación de ese octubre

de hace tan solo un año, para no separarme

jamás de la penumbra de ese atardecer donde el canto

de los pavorreales entre los árboles

retumbaba en medio de los templos destruidos

mientras la luna como un metal reciente,

sin labrar aún, anunciaba desde lo alto la llegada

de la primera noche del primer día de la creación.

 

 

CEREZAS & GRANIZO

 

A María Baranda

 

Todo sucedió en la primera semana de marzo

cuando por fin cayeron las cerezas.

 

Y no cayeron por maduras, por redondas, por rotundas,

cayeron por culpa del granizo y su inexplicable cólera.

 

Después de la tormenta, sobre la compacta blancura del parque,

empezaron a brotar, aquí y allá,

 

mínimas manchas de color púrpura, 

como si fuera el vestido nupcial de una novia apuñalada.

 

Fue tanta la prohibición de febrero y la excesiva codicia

entre las altas ramas las que provocaron esa avalancha de niños

 

a quienes no les importó cortarse los labios con esa nieve de vidrio

con tal de poder reventar su piel entre los dientes.

 

Cuando pasados los años alguien les pregunte

por el definitivo sabor que los devuelve a la infancia,

 

no dudarán en decir que el sabor de las cerezas,

el sabor a venganza que tenían esas cerezas heladas,

 

y enseguida añadirán que todo sucedió un lejano marzo,

en su primera semana, después de una tormenta,

 

cuando el granizo del parque se fue tiñendo de rojo,

como después su vaho, como las puntas de sus dedos,

 

como también su memoria, desangrándose, ahora al recordarlo.

 

 

SERÁN TU ESPEJO

 

Toda ventana que te contenga

debes guardarla con cuidado.

Recuerda su exacta longitud,

la distancia que la separaba del piso,

la cortina, la manera de estremecerse 

cuando alguien la golpeaba suavemente

con un eucalipto.

Precisa si al frente se hallaba otra ventana,

un árbol velado, una ciudad de ansiosas avenidas

serpenteantes, un patio oscuro

sometido por varios tubos inválidos.

Nunca las olvides. Si puedes

pasa al frente de cada una de ellas

para que siempre te reconozcan,

para que nunca te declaren su enemigo,

para que te devuelvan un poco de su lejana transparencia.

 

 

LA CIUDAD DE LOS PUENTES AMARILLOS

 

Cuando llegas a tu casa por la noche

tienes por costumbre buscar esas monedas

que se han ido acumulando al fondo de los bolsillos

para armar con ellas mínimas torres

o altas columnas, según el día.

Quien desde la ventana de enfrente te vea

podría decir que pareces un mendigo

o un vulgar avaro que reúne con codicia

sus posesiones, aunque este no sea tu caso

y aunque a primera vista lo parezca.

 

Pero esas monedas de distintos tamaños y variadas

denominaciones son restos, gastados 

testimonios que entregas y recibes diariamente,

y sin que tú mismo lo sepas alguien los va anotando

en su enorme libro de contabilidad,

para saber exactamente el precio que pagas

por cruzar esa ciudad de los puentes amarillos.

 

 

LOS OJOS SUICIDAS

 

Un salto y sería la muerte.

CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE

 

Un balcón con vistas a cualquier

parte, un inocente cuchillo

guardado en el cajón de la cocina,

una plácida almohada de plumas,

una avenida por donde pasan

carros a gran velocidad

y buses de vez en cuando.

 

​​O también

el fuego de la estufa,

el amplio ventanal de un cuarto piso,

esa corbata verde que cuelga al fondo 

del armario, una vacía botella de cerveza,

una medicina con fecha de vencimiento

caducada.

 

Es suficiente un mínimo desajuste,

un mal día, la noticia de una enfermedad

terminal, un adiós definitivo, unas cuentas

imposibles de pagar,

para que todo lo que nos rodea

cambie de signo y nos señale

su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,

para que veamos el revés del ángel,

en su caída, para que a nuestro alrededor

todo se convierta en una invitación al exterminio.

 

Unas tijeras, un par de cordones,

un interruptor, un cilindro de gas,

una bolsa plástica del supermercado,

un martillo.

Y así sucesivamente.

 

La lista es interminable

para los ojos suicidas.

 

 

LAS MUERTES

 

A los dieciséis años

uno de mis mejores amigos del colegio

se pegó un tiro en la cabeza

por una decepción amorosa.

 

A los treinta y nueve

mi más admirado profesor de literatura

murió de hipotermia en un río,

por salvar a su perro que se ahogaba

bajo una engañosa capa de hielo.

 

A los cuarenta y cuatro

un poeta norteamericano que acababa

de conocer desapareció para siempre

en una remota isla al sur del Japón

por ver de cerca la boca de un volcán.

 

Muchos dirán con sangre fría

que la impaciencia del primero,

la extrema confianza del segundo

o el imprudente proceder

del tercero, fueron la causa determinante,

como si su explicación pudiera alterar

los resultados.

 

A lo largo de la vida

uno va acumulando muertes

y se empieza a pensar sin quererlo

en cuál de esas será la suya,

si será por amor, Sergio, por lealtad,

Eduardo, o por valentía,

Craig.

 

 

Ramón Cote Baraibar. (Colombia, 1963). Historiador del arte de la Universidad Complutense de Madrid y escritor. Ha publicado los libros de poesía  Poemas para una fosa común (1984), Informe sobre el estado de los trenes en la antigua estación de delicias (1991), El confuso trazado de las fundaciones (1992), Botella papel (1999) Colección privada (2003), III premio de poesía de la Casa de América, No todo es tuyo, Olvido, antología (2007) Los fuegos obligados (2009), XXXIII premio de poesía UNICAJA, Como quien dice adiós a lo perdido (2014), Hábito del tiempo, antología (2015), y Milagros comunes, antología (2019). Además, es autor de la antología de joven poesía latinoamericana Diez de ultramar (1992), de la Antología esencial de la poesía colombiana (2006), de la Antología de la poesía contemporánea colombiana (2017), de los libros de cuentos Páginas de enmedio (2002) y Tres pisos más arriba (2009). Así mismo es autor de tres libros de cuentos infantiles: Feliza y el elefante, El Gato izquierdo y Magola contra la ley de la gravedad. Ha escrito variados artículos sobre arte, y publicado dos libros en esta área: Goya. El pincel de la sombra (2005) y Freda Sargent (2019), en colaboración con Cecilia Fajardo Hill.

 

 



Compartir