31 May 2023

13. EL BRILLO NÓMADE DEL MUNDO. ENRIQUE MOLINA

-10 Oct 2020

  

EL BRILLO NÓMADE DEL MUNDO: ENRIQUE MOLINA

 

 

Por: Audomaro Hidalgo

 

 

En México se lee muy poco a Enrique Molina. El último libro que publicó se llama El ala de la gaviota (1985) y lo editó la Universidad Autónoma Metropolitana en “Molinos de viento”, aquella colección mítica de formato minimalista, en color amarillo, donde aparecieron títulos de poetas no sólo mexicanos sino de la América castellana y portuguesa. Aunque existe una antología bastante completa de Molina publicada por Visor, con un prólogo enterado de Miguel Espejo, la difusión de su poesía no ha corrido con mucha suerte. En Argentina, Corregidor publicó en dos volúmenes, edición de mal gusto y con descuido de los interiores, la obra completa. El primer tomo reúne la prosa; el segundo, la poesía. Tras la muerte de Molina, Emecé dio a conocer un conjunto de poemas con el título de El adiós (1997). Es una lástima que esta obra no tenga una mayor circulación en nuestros países. Nos hace falta valorar más a nuestros poetas, escuchar lo que tienen que decirnos y hacer de sus obras un patrimonio común.

La bibliografía de Enrique Molina no es extensa: nueve libros de poesía, una novela, artículos y ensayos; también traducciones: El amor loco de Breton, Casanova, el anti-don Juan, de Felicien Marceau, Una temporada en el infierno, versión hecha junto a Oliverio Girondo. Al igual que el fugitivo Rimbaud, Molina abandonó casa y familia, le entregó el título de abogado al padre una vez terminada la universidad, y partió a trabajar como marino durante años en un barco noruego, “El Betancuria”. Recorrió los mares del mundo, avistó costas, visitó puertos, penetró hondos trópicos y se deslumbró ante: “cuerpos tibios y poderosos/llenos de hechizos/ornados con pulseras y collares/con un perfume peligroso en la nuca”; estuvo en Brasil, Chile, Bolivia y Perú. Esta pasión por el viaje lo hace afín a Blaise Cendrars, otro espíritu de la aventura. Entre los poetas hispanoamericanos de su tiempo sólo uno como Molina podía haber traducido Prosa de un transiberiano. Al traducir a otros también nos traducimos a nosotros mismos, nos comprendemos desde otra mirada, nos escuchamos desde otra voz. Traducimos por placer, sí, pero también por afinidad estética y empatía vital.

Enrique Molina se encuentra en las antípodas de la poesía argentina. Quiero decir de esa parte representada por Yurkievich, Viel Temperley, Juarroz, Girri, Porchia, Gelman, experimentadores verbales y sintácticos. Entre Molina y estos autores, un solitario impermeable e impecable: el poeta Borges. Una vez le preguntaron a Molina qué camino elegiría entre el abierto por Baudelaire o por Mallarmé. Sin dudarlo, respondió que el de Baudelaire. Enrique Molina es un poeta de la pasión creativa y de las pasiones humanas, no del intelecto y sus geometrías de hielo. Se parece más a Juan L. Ortiz que viene de Ricardo Molinari que desciende de Almafuerte. Enrique Molina es uno de los pocos poetas en verdad surrealistas entre los hispanoamericanos, no tanto por haber seguido la escuela ni por haber practicado las técnicas surrealistas, sino porque hizo profundamente suya la trinidad sustancial que animaba a ese movimiento: la libertad, el erotismo, la poesía. Estos valores no han perdido ninguno de sus poderes subversivos, a pesar de que el medio poético francés actual considere al surrealismo como una antigualla más entre otras curiosidades literarias. Pablo Neruda también pasó por el surrealismo, de su viaje por aquellas penínsulas nos trajo Tentativa del hombre infinito y Residencia en la Tierra. Cito a Neruda porque es el poeta de nuestra lengua que más influencia ejerció en Molina. Ambos estaban poseídos por el demonio de la desmesura, los dos contaban con un largo aliento y una respiración de mares, un tono ponderativo, un exceso verbal, una percepción sensual de la realidad y, en fin, en estos poetas la mujer es el sol central en la visión del mundo. Sol cruel, sol nocturno y diurno, sombría luz hecha cuerpo, impenetrable misterio luminoso, despiadado fulgor de carne que decapita a sus amantes.  

Molina fue siempre fiel al surrealismo: “Yo creo que ningún poeta puede dejar de querer al surrealismo. De algún modo es la encarnación de un mito de la poesía, que perdura y le da un sentido muy especial a la tarea del poeta. Porque no se trata de una escuela literaria sino de una concepción total de la existencia y del universo: un humanismo poético en cuyo centro está el hombre”. Vale la pena recordar, pues nos gusta carecer de memoria, que Enrique Molina y Aldo Pellegrini crearon A partir de cero, la revista surrealista más importante del continente. Además de haber sido un fino editor y de habernos dejado una versión de Los cantos de Maldoror, Pellegrini preparó, tradujo y prologó la ya célebre Antología de la poesía surrealista (1981). Es curioso observar la fecha de aparición de este libro, cuando ya el movimiento se había apagado y Breton había muerto veinte años atrás. Esto nos habla de la fidelidad intransigente que mantuvieron hacia el surrealismo los poetas de la llamada “Generación del 40”: Molina, Madariaga, Orozco, Bayley y Pellegrini.

Una sombra donde sueña Camila O´ Gorman (1973) es uno de los textos más logrados de la literatura surrealista. No es en el centro sino en la periferia en donde se crean las obras más singulares y osadas. La práctica, no la teoría. Pero hablar de nociones como centro o periferia es inapropiado porque hoy todos somos periféricos, nos movemos extraviados de un lado a otro en un mundo que ha perdido su imagen, su núcleo de sentido. En esta novela-poema en prosa, la historia y la poesía avanzan juntas, el lenguaje corre con ojos sonámbulos y en su mirada transcurre un relato vertiginoso en dos vertientes: la real y la onírica. Por puro azar, Molina dio con este hecho, hurgó en los archivos y escribió su libro en tres meses. Atiborrado de frases largas como un río torpe, casi siempre apurado, a ratos descosido, el texto evidencia la falta de una práctica prosística sostenida. Esto prueba una vez más que no siempre los buenos poetas son buenos prosistas. Lo mismo puede decirse de Neruda, un gran poeta pero un mal escritor.

Molina ve en la vida y en el destino de Camila O’Gorman la encarnación de los valores surrealistas. Camila era una muchacha que pertenecía a la burguesía argentina del siglo XIX. Tenía dos hermanos: uno era jefe de la policía y el otro sacerdote; su padre era cercano del dictador Juan Manuel de Rosas; su madre, límite y norma. Camila se enamora de Ladislao Gutiérrez, un joven párroco de Tucumán direccionado a Buenos Aires. Camila asiste los domingos a misa, al momento de tomar la comunión el cura y ella cruzan miradas. Sienten atracción. Ya la espuela del deseo se ha hincado en ellos. Hablan. Se ven a escondidas. Quieren amarse. Se revelan. Deciden fugarse. Con ese acto dicen No a los poderes establecidos y representados en la casa de la muchacha. El padre habla con Rosas. Éste ordena la persecución infatigable de la pareja. Un año después de la huida, en una fiesta nocturna en el norte, cuando ya los jóvenes amantes se sentían lejos de todo peligro y amenaza, alguien los reconoce y los delata. Enseguida son capturados. El viaje de regreso es tormentoso. Por esas razones inextricables del destino, la comitiva se desvía antes de llegar a la capital. Camila es hecha prisionera en un cuartel; Ladislao es conducido a Buenos Aires para comparecer ante la autoridad, la del hombre y la de dios. Al alba del 18 de agosto de 1848 entra en la celda un oficial acompañado de un oscuro sacerdote, quien le ordena a Camila tomar un litro de agua bendita por el “pecado” cometido. Camila O’Gorman es fusilada, sin juicio alguno de por medio, en el campamento de Los Santos Lugares. Tenía 21 años y estaba embarazada. En la historia de Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez se concentran los valores más subversivos que el surrealismo exaltaría tiempo después. Ni los libros en prosa de Breton ni las novelas de Aragon concentran tal potencia humana como la que encontramos en el libro de Molina. El Surrealismo: “une révolte morale, les ruades de l’être contre toute coercition[1]”, en palabras de Artaud.

Enrique Molina fue también un artista destacado: pintó, dibujó e hizo viñetas y collages para ilustrar los libros de sus amigos poetas, publicados principalmente en Losada. Dispersa aquí y allá, su obra visual sigue esperando la reunión en un volumen. Sueño con ver algún día ese libro publicado.

La poesía de Molina socava los valores fingidos de la sociedad, coloca al deseo en el centro de su visión; niega toda institución: política, religiosa, social: “Tan lejos de la felicidad de las familias/nos amamos en la casa que corta todo lazo/un lugar de hierros al rojo”; prefiere la errancia y el viaje, el movimiento sin fin: “nunca tuvimos casa ni paciencia ni olvido/Pero un poco más lejos hacia nada/Están las lámparas de viaje”; anuda la energía oscura de Eros y de Tanatos; exalta las imágenes arcaicas del sueño; despliega una mirada onírica sobre la realidad; penetra en regiones negras del instinto, en ámbitos que están más allá de los que deja ver una perspectiva ordinaria de la existencia, limitada por una percepción habitual; su canto es mítico, prélogico; celebra los poderes recuperados de la infancia; canta las fuerzas orgiásticas de la naturaleza y de la mujer. La naturaleza y la mujer se corresponden. La primera es un vasto cuerpo animado de signos opuestos en constante atracción; la segunda, un follaje carnal impenetrable, una honda espesura magnética que devora y transforma. En el poema “Experiencia”, Molina escribe:

 

Sentí manos acariciantes

resbalar por mi cuerpo

o blancas piernas me enlazaron

en la piedad de su poder desierto.

Estuve ante los límites infranqueables

de la mujer,

en todas las discordias del corazón.

No sé en dónde he estado. 

 

Los símbolos de esta poesía son el mar y las aves, en especial la gaviota. Los poemas de Molina poseen la vasta respiración del océano y el vuelo osado del pájaro que ve lejos y penetra hondo. Sus poemas surgen de un permanente estado de furor (la crítica poética francesa nos ha llamado “telúricos”, lo cual delata una mentalidad provinciana pues califica a nuestra poesía como ajena a “lo civilizado” europeo), desde el primero hasta el último libro el impulso vital nunca decae. En esta poesía hay mucho de exuberancia verbal y natural: incesantes oleadas de versos y follajes del mar; densos ríos de frases y paisajes de fuego entrevistos en la noche; marejadas de imágenes y crepitaciones de luz. Los extremos que rigen la poesía de Molina son, como dice Sucre en su ensayo[2], Tanatos y Eros. Yo agregaría a Apolo y Poseidón: “Mi brazo de mar no cabe en la cocina mi otra mano del Golfo de México tiene una fosforescencia de travesía y un garfio de estibador clavado en la palma y se abre como un delta para derramar su reguero de luciérnagas y estremecimientos”.

Antes de que descubra la vastedad del mundo, Molina percibe la callada energía de los objetos. En el poema que abre Las cosas y el delirio (1941), su primer libro, escribe: “Arde en las cosas un terror antiguo, un profundo y secreto soplo, un ácido orgulloso y sombrío que llena las piedras de grandes agujeros, y torna crueles las húmedas manzanas, los árboles que el sol consagró”. En este libro el escenario es cerrado: el de la casa familiar; en Pasiones terrestres (1946), el espacio se extiende a lugares específicos de un país, Argentina, y del continente americano. El poeta canta al río Paraná, la lluvia de Misiones, los dioses de América, el collar de las islas y el sembradío de los puertos a orilla de los mapas. Es un tono más de celebración que de elegía. Molina se desplaza de un espacio personal a una geografía específica y descubre un ámbito más vasto: la intemperie onírica.

Por la tensión espiritual, por la hondura y el alcance de la visión, por el desarrollo variado de un conjunto de ideas e intuiciones que dan coherencia a su poesía, Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951) y Amantes antípodas (1961) representan el punto más álgido de esta obra. Son libros de plena madurez poética. En ambos el lenguaje es explosivo y expansivo, al liberarse de los signos de puntuación, la escritura actúa como el doble del universo a través del ritmo y las correspondencias entre las sensaciones y las percepciones de la realidad, de los hilos que tejen el tapiz entre este y el otro lado de la existencia. Molina es un poeta cósmico para el cual los seres y las cosas más ínfimas están vinculados con los movimientos del universo. En “Muerte de una mosca” dice: “Planeta fulminado/con un reverbero de vendaval de flores devorado por la pestilencia/A través de las piernas de Orión/Y de la aterradora belleza de la Gran Osa ha caído sobre el mantel/Junto a mi plato/El abismo de su millón de ojos ciegos”; impulsado por los resortes del deseo, Molina va tras: “el brillo nómade del mundo”, santo y seña de su poesía. Nunca se podrá poseer todo lo que anhelamos, y si lo conseguimos, es para perderlo de inmediato: “tanto territorio que se desvanece en espumas alrededor de mi lecho derramando todos sus milagros y sus confusiones”. El único refugio, aunque precario, vuelve a ser: “el humo tierno y pobre que exhalan los lugares taciturnos de la memoria”.

“Alta marea” es uno de los textos más citados de Molina. Para escribir un poema así, a los sesenta años, se necesita estar bien asentado en el propio ser, poseer cierto vigor físico y conservar una juventud de espíritu inquebrantable. El poema es consecuencia natural de una visión, no surge por generación espontánea. Representa un punto de condensación de todas las fuerzas de las que dispone el poeta. Molina lo dice de algún modo: “Hay instantes en que todo el ser está como un puente, como el cuerpo de un pájaro entre dos alas, como una ecuación total del mundo de las apariencias y lo absoluto. Esos instantes mágicos son para mí de un contenido profundamente revelador y creo que la poesía, actividad sin resignación y sin esperanza, no tiene otro mecanismo”. Las huellas surrealistas son evidentes en Costumbres errantes y Amantes Antípodas, como el privilegiar la imagen, cargada de sensualidad y crueldad, gracias a una capacidad sensorial afinada en el trazo que permite oler, tocar, ver, sentir lo que el poeta evoca; el despliegue de una escritura libre pero con una coherente acumulación y asociación de elementos distantes: “Oh recuperación de la inocencia cosas en libertad (…) Es un conglomerado de nubes y de relaciones instantáneas una vacilación de reinos una tierra indecisa (…) Vínculos inusitados objetos deformes y lugares hirvientes entre los muros de un ataúd de fuego”.

Después del desbordamiento de las esclusas verbales de 1951 y 1961, después de pasar por semejante experiencia radical, Molina opta por la tradición y la forma. Iba a decir: vuelve, pero lo cierto es que en esta poesía la presencia de la tradición como el gusto por las formas apenas y está presente. En 1962 publica Fuego libre, romances escritos no en octosílabos sino en eneasílabos. Este volumen representa un descanso casi obligado después de la alta marea contenida en los dos anteriores. Así como en “Luz de patíbulo” (Amantes antípodas) fue capaz de confesar, con sesenta y seis años: “¡No quiero morir! me digo a menudo como un imbécil descorriendo los paños agrios del amanecer sobre mis máscara de mono”, en Fuego libre nos dice: “Mi implacable dios me protege/con deseo con sed con desdichas”. Este libro anuncia el tono nostálgico que caracterizará, en general, el resto de su obra. En la parte final hay poemas buenos, pienso en “Un oscuro mensaje”, “Rito acuático”, etc., pero no se puede hablar de un libro sólido como sí lo son los cuatro primeros. En Monzón Napalm (1968) aparece una vertiente no explorada antes: la poesía de Molina adquiere una dimensión social y se baña de una fuerte carga política.   

Enrique Molina muere en 1996. Al año siguiente se publica El adiós. El verso ya no es caudaloso pero sigue siendo vital: la intensidad de sus poemas nunca disminuyó. En El adiós nos cansa la repetición de las mismas ideas e imágenes, son poemas que cantan el pasado y reclaman: “un día más, sólo un minuto más, para estar vivo/y despedirme de cuanto amé”; denotan una alegre tristeza que detiene, un segundo, la caída inminente: “una reunión de amigos/para celebrar juntos el estar vivos”. De entre todos ellos, destaco uno que finaliza con un detalle que cobra mayor fuerza porque es visto con los ojos del primer asombro. Estamos: “en el centro del planeta/en la totalidad de lo oscuro/todo desembocaba/ todo llegaba allí lentamente difuso: países, temperaturas, viajes largo tiempo emprendidos”, y hacia el final de esa oscuridad, como una estrella luminosa y cercana, “la mujer tendida también a mi lado/dándome la espalda/Poderosamente hacia atrás la cabellera/dispersaba su oleaje/de indecible sensualidad/dejando libre el hombro/extrañamente desnudo en el centro de la noche”.

 

[1] “Una revuelta moral, la embestida del ser contra toda coerción”, Messages révolutionnaires.

[2] “La belleza demoniaca del mundo”, en La máscara, la transparencia. FCE.

 

 

Audomaro Hidalgo nació en Villahermosa, Tabasco, en 1983. Es poeta, ensayista y traductor mexicano. Ha publicado El fuego de las noches (2012). Estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina, así como una maestría en Letras en la Universidad du Havre, en Francia, país en donde reside desde hace tres años. Poemas suyos han sido publicados al inglés y al francés. 

    

 


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