24 Abr 2024

27. EMILY DICKINSON. DAVID ANUAR

-13 Feb 2021

 

EMILY DICKINSON: ESA TIERNA SONORA OSCURIDAD

Nunca me había sentido especialmente atraído por la Dickinson; nunca, en realidad, la había leído a ella, sino a esos, los otros, sus intermediarios, prestalenguas que, lejos de aproximarla a mis ojos, la apartaban una y otra vez a una región cada vez más inhóspita, insípida, y en última instancia, intransitable.

Comencé a leer las traducciones del colombiano José Manuel Arango[1]; el prólogo y la vida de Emily me cautivaron, pero intuía que algo marchaba mal en los versos. Me di a la tarea de buscar la obra completa de Dickinson en inglés, compilada por Thomas H. Johnson[2], y fui comparando las traducciones poema por poema. ¡Qué injusticia!, pensé entonces, cuánta riqueza desaparecía de la estructura sonora al pasar de una lengua a otra: se deshacían en el mar silábico del español las rimas de los versos pares tan características en los poemas de Dickinson —que a mí me recordaban tanto la melodía del romance español—; o esas estrofas de monorrímos misteriosos y de atmósfera enigmática del poema 89 que, por su sonido, me hacían pensar en las mudanzas de los zéjel de la tradición mozárabe y que vale la pena citar junto a la poco afortunada traducción de Arango:

 
 

Some things that fly there be -

Birds - Hours - the Bumblebee -

Of these no Elegy.

 

Some things that stay there be -

Grief - Hills - Eternity -

Nor this behooveth me.

 

There are that resting, rise.

Can expound the skies?

How still the Riddle lies!

Hay cosas que vuelan:

los pájaros, las horas,

los abejorros.

No quiero para ellas elegía.

 

Algunas cosas permanecen:

la pena, las colinas,

la eternidad.

Tampoco éstas me tocan.

 

Las hay que –yéndose– se quedan.

¿Puedo decir el cielo? ¡Qué callado

se halla el acertijo!

(Arango, p. 21).

  

Siendo justos, y dejando aparte mis remembranzas de lectura, me parece que la poesía de Emily se enraíza sobre todo en la tradición de himnos y cánticos de la liturgia calvinista.   Sin embargo, como ya decía, todo ese universo de entrañables resonancias se esfuma en las traducciones. Pero no sólo eso, también, las más de las veces, las anáforas, las aliteraciones y esa extraña sintaxis del hipérbaton que Emily sabía explotar con pericia para multiplicar los sentidos del verso, enrarecer la lectura y enlazar significados a través del encadenamiento de rimas. Por ejemplo, una amiga poeta —Andrea González Aguilar— ha interpretado en el sonido reiterado de bee-be y demás rimas, una identificación entre la idea metafísica del ser y la abeja.  

Desencantado, pues, de la traducción que tenía entre manos, busqué otra que a la larga me pareció mejor y, sobre todo, con la comodidad de estar editada en espejo. Así fue como leí una selección de poemas titulada ¿Quién mora en estas oscuridades?, con una traducción de mejor talante realizada por otro colombiano, Hernán Vargascarreño.[3]

En la poesía de Emily hay una tierna oscuridad que transita desde sus poemas iniciales de corte campirano y casero, pasando por algunos cuantos marítimos, y otros de una sutil ironía hacia la religión, cuyo tono se vuelve cada vez más oscuro. El clímax de la poesía de la Dickinson, pienso, se encuentra en el poema 640, de esa serie que la crítica ha llamado “Los poemas del calvario”. Este conjunto fue escrito en 1862 a raíz del traslado del reverendo Charles Wadsworth, uno de los grandes y malogrados amores de Emily, quizás el mayor. El poema 642 me parece peculiar por su extensión —los textos de Dickinson suelen ser muy breves— y también por transgredir las creencias religiosas en el más allá paradisiaco y subordinarlas al objeto de su amor:

 
 

Nor could I rise –with You–

Because Your Face

Would put out Jesus’–

That New Grace

[…]

Because you saturated sight

and I had no more eyes

for sordid excellence

as Paradise.

 

Contigo, ni podría ascender,

porque tu expresión

borraría del rostro de Jesús

esa nueva bendición.

[…]

porque saturaste mi visión,

y no tuve más ojos

que para ver

la sórdida divinidad del paraíso.

(Vargascarreño, p. 59).

 


Por último, quisiera señalar un poema cuya factura me parece, aún en su brevedad, una joya poética de la autora. Me refiero al poema 209:

 
 

With thee, in the Desert

With thee in the thirst

With thee in the Tamarind Wood

Leopards breathes – at last!

Contigo, en el desierto.

Contigo, en la sed.

Contigo en el bosque de tamarindos.

¡Por fin respira el leopardo!

(Vargascarreño, p. 23).


Por un lado, a nivel temático, hay un trasfondo social que Emily vio y vivió de primera mano: el fenómeno de los misioneros protestantes. Esto queda patente en los ambientes aludidos en los versos: el desierto y los bosques de tamarindos. Por el otro, la hechura retórica se funda en una serie de tres anáforas que se engarza con una progresión que culmina en una punche line donde se desahoga todo el deseo y la tensión sensual acumulada. En síntesis, el poema 209 me parece de una belleza y sutileza que, además, ejemplifica la calidad y la necesidad de revisitar, de preferencia en su idioma original, una de las obras poéticas más interesantes del siglo XIX, la de la norteamericana Emily Elizabeth Dickinson.

 

David Anuar, 15 de octubre de 2019, FLM, Ciudad de México.

 

 

[1] Emily Dickinson, En mi flor me he escondido, traducción de José Manuel Arango. Medellín: Integraf Editores, 1994.

[2] Emily Dickinson, The complete poems of Emily Dickinson, edición de Thomas H. Johnson. Boston/Toronto: Little Brown and Company, 1960.

[3] Emily Dickinson, ¿Quién mora en estas oscuridades?, traducción de Hernán Vargascarreño. Medellín: Exilio-Mesosauro, 2007. Una segunda edición ampliada y revisada en versión digital puede consultarse aquí: https://issuu.com/ntcgra/docs/emily_dickinson_impresion

 



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