24 Abr 2024

208. POESÍA CUBANA. JOAQUÍN BADAJOZ

-20 Mar 2021

 

PARA ENCENDER EL HORNILLO DE ATANOR

                                                                      

Hace falta una ráfaga celeste

para encender el hornillo de Atanor.

Una idea, sostenida entre las manos,

agarrota los dedos, del otro lado

del invernadero creerán

que eres un árbol, convulsionas.

Pesa plúmbea, tiene contornos,

una idea así atrapada al vuelo,

se resiste, a veces tiembla,

como todo lo que acaba de nacer.

He podido recorrer intangible

la esplendorosa punta del Magen,

entre los labios sosteniéndose amortigua

la nota obstinada de un laúd.

Ni plomada ni compás me hicieron falta,

para arpegiar la lengua de oro,

lamiendo, blanqueando el inquietante

pulsar de una pupila al mirar.

De qué vale al argot si naufragaron

en sus duras cáscaras los argotiers,

si la palabra en vez de darnos vida

dejó una a colgada de la vid.

A nadie le seduce hurgar la nada

amar como los amantes de Teruel,

morirse por un beso encadenados,

diluyéndose hacia los dioses de dolor.

Hace siete años que nadie me besa en la boca.

Ni en la prisión panóptica

el cerebro se escapa

hacia otro cuerpo tibio que me bebe de amor.

Puedo encontrar razones

más profundas que el hielo

de una noche amortajado

sobre el parco edredón.

O conjurar angustias, transformarlas en celo,

entender los caminos

que se cruzan al pasar y la ráfaga o brizna

del carbón encendido,

la ceniza y la herida,

pero no puedo olvidar.

 

En mi vientre han pastado

las bestias más absurdas,

me vuelvo hierba fresca,

a veces manantial,

para que no me abandonen

las mujeres hermosas,

para que el ojo que brilla

me incendie el corazón.

Ni respiro a veces por temor a espantar.

No existo, soy el tiempo

en la rueca roñosa

la urdimbre, el desamparo.

Todos me ven horneando

panes invisibles,

moldeando vasijas,

que otros deben llenar

de líquidos domésticos,

o un ligero estertor.

No me muevo, estoy quieto,

son trampas de palabras

para criaturas que entiendan

el misterio de amar.

 

 

MECANISMO DE ANTICITERA

 

En el tiempo de los dioses eléctricos

una caja de plomo la fecha exacta de nuestras temporadas

de apareamiento indica con obsesiva precisión.

Somos mamíferos, queremos sincronizar los cuerpos

celestes a las mareas solares,

habitar las lunas de orgasmos, extender la droga,

desvanecernos cuando la sangre

se acumula en los genitales y los tímpanos,

dejando las neuronas lívidas de espanto.

 

Somos el único mamífero que quiere estar en celo a diario

como los dioses.

 

Y como los dioses, en nombre del amor

hemos matado demasiado,

verdaderas carnicerías.

Tanto que ya no sabemos perdonar.

La única diferencia entre nosotros

y un cerdo, un tigre de Bengala, es esa ley

precaria que negociamos bajo un rígido abedul.

 

Un dios que nos echa a morir

a unos contra otros en nombre

de sus múltiples caras.

Travestido dios de los ejércitos,

que incapaz de defenderse contra sí mismo,

acude a su imperfecta creación.

 

O es blasfemia, puntualidad de pillos

vestidos de sabios, de ungidos,

sosteniendo entre las rodillas

la máquina portentosa de Anticitera.

Profetas que profanan,

latín de las ambigüedades,

sibaritas del tiempo que zurcen

con esmero un encaje de leyes

y aprenden a recitar íntimas letanías

con su cadencia de metrónomo.

 

En qué momento dejamos de ser

apenas racimo, cuerpo manso

que sale a procrearse dos veces al año.

Y no ambiciona más que hasta donde la vista alcanza,

ni sabe de rascacielos, inversiones,

ni ofensas. En qué momento los dioses económicos

abrieron sus portafolios y la fuerza de trabajo

fue igual al hambre más la desesperación.

 

Y unos sometieron a otros

en nombre de una ergonomía del poder

esa artificiosa pertenencia

a una clase, una raza, un clan, una familia,

cuando lo cierto es que no hay un copo de nieve

idéntico a otro,

ni un iris ni un cutis ni una huella dactilar

ni un pezón con su aureola

ni un timbre de voz ni una ausencia

puede confundirse con otra

como no hay dos seres similares en el vasto

océano de la galaxia.

 

Con rigurosa ingeniería, como una catapulta,

el pavoroso artefacto anuncia la temporada de siembra,

la guerra, las epidemias, el tiempo en que

dos cuerpos copulan, ascienden al Olimpo.

 

No somos mejores que el condenado

a muerte que pide una aceituna negra

con hueso como última cena.

Trituramos el coxis, ese hueso de luz,

lo proyectamos con la uña del pulgar,

y esperamos que algún augurio nos revele

al caer.

Dios es un modelo para armar,

amnesia del reconocimiento,

las semillas de girasol que lanzo a las palomas.

 

 

HELL’S KITCHEN IN THE SUMMERTIME

 

Llega un momento en que es necesario abandonar
las ropas usada que ya tienen la forma
de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que
nos llevan siempre a los mismos lugares.
Es el momento de la travesía. Y, si no osamos
emprenderla, nos habremos quedado para
siempre al margen de nosotros mismos.

FERNANDO PESSOA

 

 

Aquellos que alcanzan a ver la danza alucinante

nos miran con asombro. 

Manhattan gira en el dedal de la costurera de los vientos

con todas sus villas y rascacielos.

Granada a punto de estallar,

aldea, pueblo que escapa como arena

entre los puños.

Todo lo que ves a tu alrededor es reflejo.

Rotando en su sitio, quieto vendaval,

en Manhattan el viaje viene siempre a ti.

 

Mil veces he ocultado esta isla

mirando de perfil,

doblada en cuatro, en ocho,

en dieciséis, veinte barriadas, geometría concreta

de las emigraciones,

la llevo Judenstern zurcida al bolsillo,

isla tatuaje, delfín opaco,

cierro un ojo y la oculto con el dedo.

Cómo puede recorrerse un cuerpo de memoria,

palpar sus rutas, sus callejones ciegos,

puertas, ventanas, balaustradas, esquinas húmedas,

que huelen y saben a entrepierna,

el lunar en la aureola, los puentes

atravesados en estampidas por mitos y elefantes,

la lengua como brújula

en su norte magnético,

hundida en el horno de los metales.

 

Reducida a su hueso la ciudad,

he desechado todo lo que se desvanece,

esas vidas efímeras

flotando como sombras, pirañas urbanas

que nunca dan la cara,

sin ellas esta villa

sería un templo para adorar la modernidad.

 

A veces me he tragado a Manhattan

diluida en su whisky, esnifada,

como una píldora bajo la lengua.

A veces la niebla la desaparece,

la hunde en su agujero blanco,

y del otro lado del East o del Hudson,

según el lugar del que se mire,

solo queda un abismo.

 

Es pequeña y cálida Manhattan,

aldea primordial.

Cuando en las madrugadas

legiones de ratas brotan junto al humo de las alcantarillas,

viajo a la Europa medieval,

y en ese nudo de tiempos paralelos

dejo que todos los seres que he sido

me posean, vengan a mí.

 

Uno quiere pensar que la habitan centauros,

pero como todo infierno grande

aquí los impostores con sonrisas de lego

construyen empalagosas versiones de la mediocridad.

Todos vienen a follarse a la gran ramera

If I can make it there, I’m gonna make it anywhere,

It’s up to you, New York, New York.

y los muerde en el cuello una serpiente de agua.

Esta isla sobrevive a todos sus amantes,

los olvida y los absorbe como una mantis hembra,

mientras simula dejarse poseer.

Y por eso es perfecta, ellos no la merecen.

Es el hombre, no Manhattan, ciudad de seres

que odian envejecer.

 

En la villa letrada el humo de la yerba inflama,

hace repiquetear teclas con vertiginosa percusión.

Donde el dedo vuela la mente se embota,

levita la única neurona en círculos

nadando claustrofóbica como un pez peleador.

 

En la cocina del Infierno, especialmente en el verano,

los espejismos invocan una ciudad sobre otra,

Fata Morgana, Manhattan se llamaba el navío del holandés errante.

Un suburbio se cuece entre los subterráneos,

un río majestuoso corre

bajo esta cordillera elemental.

 

En Manhattan una mujer detuvo el tiempo

una vez para mí.

En sus ojos pensé beber el agua de la eternidad,

y aún hoy a veces salgo al camino y la espero.

Ojos de fiordo para saciar la sed,

escarchar los tórridos veranos.

En la veranda tome la criatura entre mis manos,

era una fruta líquida,

derritiéndose como lava.

Mujer que sabe moler el trigo de oro,

sembrar la espiga de fuego,

sombra felina que me mira afiebrada

por entre las cúpulas de las catedrales.

Vine Manhattan a dejarme poseer por ti.

Por ese portón dorado entraban los muertos

con laureles e inciensos

dos horas antes de morir.

Amo los torsos largos de las mujeres bálticas,

sus cuellos de gacela.

Las pieles con ese fulgor dorado

de hogazas sacadas del horno solar.

 

Habitante de la ciudad letrada,

a unos metros del Nuyorican Poets Café,

en la Losaida aburguesada,

tuve el primer orgasmo envasado al vacío,

las venas de acero, secreto con chirimías,

revelan las rutas de una casa dentro de otra,

y así hasta llegar a la primera hoguera

el vientre de un pez,

huevo Fabergué de las ciudades, este es el borgeano Aleph,

dentro de esta cáscara de encaje

hay una gallina anidando sobre un árbol

y una flauta de alabastro en la raíz,

bajo la luz de carburo de las bujías

mi padre se enroca y engurruña la nariz.

De madrugada entre ambulancias y patrullas,

sirena y torreta, jadeos de persecuciones,

almidono en lavanderías chinas

mi omóplato, hueso de la postura vertical.

 

Es verano en la cocina del infierno,

tirito entre las húmedas sábanas.

Uno espera que las ciudades

igual que las mujeres,

algún día despierten enamoradas.

 

 

AUTORRETRATO ABRAZANDO UNA BESTIA FABULOSA

(DE UN DIBUJO DE LORCA)

 

Como alfarero hundo el pulgar en la arcilla

que es tu cintura de arena,

amaso un pan de sol

rotando el torno insisto

en moldear con mis dedos

las formas que se fugan,

nada en ti cambio, todo tiene un sentido,

sigo en tu cuerpo la ruta y la huella de dios.

Tu cuerpo entre mis manos

suena, palo de lluvia, madera susurrante,

acerco mi oído al mar

que es tu espalda, 

pez volador, centaura, tienes el lomo largo

de felino, te lamo y ronroneas, ruges,

muerdo tus labios. 

El placer es saliva,

reflejo involuntario, mordida,

hay una fragua atizada por una despedida,

eres el viento que erotiza

en el instante en que escapa.

 

Bruño con hierba la arcilla de tus muslos,

sirgando en seco, un día

me sembraré en ti,

donde esta grieta       un árbol crecerá

con sus pájaros de origami,

su aurora boreal sobre tu nuca

y una hoguera, un lago volcánico

donde los pulgares en pinza

todos estos milenios

de tanto frotar con paciencia de gota

han creado su ergonómica rienda.

 

Con falsa paciencia quiero mostrarte el arte

del domador de potros,

susurrar en tu oído: soy el viento,

una brizna de sol te lame el lóbulo,

ensarta monedas de fuego, duraznos asados,

quema las maduras hojas del otoño.

 

Beber la porcelana de tu oreja,

por esa delicada vasija

ojalá se desborde tu cuerpo.

Me gusta cuando gimes de deseo,

me gusta cuando escapa un alarido,

y hay una bestia bella

entre mis sábanas, y no es cama

ni habitación, sino vacío,

galaxia, vía láctea, pradera americana.

 

Tiemblas como una niña enfebrecida,

de tanta fiebre deliras,

hablas en una lengua de ángeles.

 

No he podido hundirme en ti

nueve noches seguidas,

Mnemósine, lamo tu piel de regaliz y olvido.

Te recuerdo por tu olor,

la miel que he perseguido

a través de las tundras,

de las ruinas, en una orilla del Hudson

atracan los veleros,

y hay hombres a los que se les desbordan

los ríos por los ojos,

son hombres bellos y azules,

pero te empeñas en los abismos,

buscas hundir tu pelvis

dejarte peinar por los vientos oscuros.

Un ave solar despega en los atardeceres,

va a anidar, estalla en terciopelo,

y navegan tus ojos de piedras encendidas,

tus ojos como lámparas lanzadas al río.

He llegado olfateando tu rastro,

ávido por morder tu cuello largo,

por curar tus heridas.

 

Sin dejar el pedal, giro el torno

rechinan los metales

y se transforma en torso,

en mayólica, pezón de esmaltes,

quiero que me amamantes,

la loba que eres,

me inspirará a fundar ciudades,

reproducir tus pechos

en las cúpulas de las catedrales.

 

Presiono la carne-arcilla te desnudo,

que es desatar el pánico,

una colmena de avispas

en vendaval se arremolina.

Las manos en medias lunas

esculpen un río humano,

tan tibia que te me desbordas

entre las piernas.

En el principio hubo un dios,

lo sé porque sigo el rastro de sus dedos.

Donde hundió su pulgar celeste

soplo mi aliento, susurro un salmo.

 

Quiero ser el amante paciente,

en su nido de estopa,

pero el deseo es volátil,

enciende urgencias.

Y en cada rapto quebramos los cuerpos,

y el mundo hecho pedazos

en su granada elemental estalla.

Y regresamos uno al otro,

aprendiendo el arte de la restauración,

no para ocultar las grietas,

como el Adán de Tulio Lombardo,

que miramos una tarde cualquiera,

de invierno metropolitano.

Quiero sanar en ti, que salgan de ella

aves de fuego, oasis y montañas,

que sean heridas fecundas,

para curarlas con el fuego de mis labios,

aliviarte el dolor con mi lengua.

Cada grieta tuya sello con un hilo de oro.

 

 

II APOTEGMA DE LA ACCIÓN

 

Eres ser en cuanto lanzas

el ojo, la mano, la ecuación,

sostén con mano firme los aurigas,

marcha con paso ecuestre

rumbo al sol.

Nada es casual, todo es causal.

Toda hebra conduce a su ovillo,

el tirano y la guerra,

la historia en mayúscula,

son excusas de dios para llegar a ti.

No me dejes pasar de largo

mujer, conquístame,

que tengo un mundo de grietas

para que alucines.

He visto el plano de mi existencia

de tantas veces perdiéndolo todo.

El triunfo humano es un acto tan simple

que no me provoca,

lo miro distante, como los dioses.

Huelga decir, sacudo el arrecife,

que son tantas vidas vividas

con pasión: compasión, lo que me vuelve

negro, sufriente, esclavo,

arrebolado en lustre azul.

El resto es ente vegetal

respiración, palabra raptada

con temor o con furia,

pero palabra en fin,

un signo del hambre que me inunda.

Nunca quise escribir,

este acto cobarde

de construir catedrales sumergidas.

Pero nací en un siglo en el que todos

envilecen temprano.

Era escribir o poseer

y he preferido siempre

ser el que se entrega

exvoto a los ángeles caídos.

Esos seres de luz, luciferinos,

me dan lumbre y pan

y me acomodan.

Piensa, escribe, echa a andar

la maquinaria terrible.

 

 

Joaquín Badajoz es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), de la American Comparative Literature Association (ACLA) y de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese (AATSP). Coautor de “Enciclopedia del Español en Estados Unidos” (2008), “Hablando bien se entiende la gente” (2010) y “Diccionario de Americanismos” (2010). Sus reseñas de arte y literatura y sus ensayos han aparecido en una veintena de publicaciones, dentro de las que se destacan El Nuevo Herald, El Diario Nueva York, La Opinión, Encuentro de la Cultura Cubana, El Panamá América, Baquiana, Cuadernos para la Investigación de la Literatura Hispánica, e Hispania. Ha publicado los libros de poesía “Passar Paxaros” (Hypermedia Americas, 2014), TNT (Colección Diáspora Latina, Editorial La Chifurnia, 2016), y “Cántaro” (Hypermedia Americas, 2021).

 



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