19 Abr 2024

274. POESÍA COLOMBIANA. HÉCTOR ROJAS HERAZO

-12 Ago 2021

 

HÉCTOR ROJAS HERAZO EN LAS CONFIGURACIONES DE LAS LÁMPARAS

 

Héctor Rojas Herazo (Tolú, 12 de agosto de 1921-Bogotá, 11 de abril de 2002) es un protagonista de novela; poeta, narrador, periodista y pintor.  El arte se desbordaba en diversas facetas.  Recuerdo que cuando estuve en Tuluá Valle, para uno de los más hermosos festivales de poesía en el que he estado, donde pudimos andar y recorrer ese gran valle y visitar la casa donde se ambienta la novela María de Jorge Isaacs, en donde me vestí como uno de los personajes de la época, pude indagar con Omar Ortiz sobre un gran poeta colombiano, del cual nunca había visto un libro: Héctor Rojas Herazo.  Tanta fue la elocuencia y la admiración con la que me hablaba Omar de su compatriota que le manifesté mi interés de leerlo y pude llenar ese vacío bibliográfico con un remedio que es eficaz en los estudios universitarios: las fotocopias; así tengo el tomo Poesía Rescatada de Héctor Rojas Herazo, editada por el Instituto Caro y Cuervo en el año 2004.

 

Hace un tiempo estaba el enorme interés de poder publicar selecciones suyas y justamente este año, celebramos en toda América y en otras partes, su centenario.   Agradezco a la poesía, el hecho en muchas ocasiones, de tocar la puerta adecuada y fue cuando solicitándole al poeta colombiano Santiago Espinosa, la autorización para publicar sus espléndidas traducciones del poeta estadounidense Robert Hass, cuando le pregunto sobre cómo hacer para contactar a la familia del gran escritor, cuando me anuncia que él tenía una selección realizada y un ensayo sobre su obra, material que envié a la revista Altazor de la Fundación Vicente Huidobro y logró el permiso de la hija de Rojas Herazo, para homenajearlo como se debe, en Nueva York Poetry Review.

 

Rojas Herazo es un narrador que dejó tres novelas memorables: Celia se pudre, En noviembre llega el arzobispo, Respirando el verano, las cuales espero leer algún día; ya que como lo he mencionado, no he visto libros suyos ni los he encontrado en Panamá ni en mis viajes.

 

Su legado poético es amplio, se mencionan los siguientes libros:

 

Candiles en la niebla Universidad del Norte 2019

Las úlceras de Adán. Bogotá: Editorial Norma, 1995.

Agresión de las formas contra el ángel. Bogotá: Editorial Nelly, 1961.

Desde la luz preguntan por nosotros. Bogotá: Editorial Nelly, 1956.

Tránsito de Caín. Bogotá: Eddy Torres, 1953.

Rostro en la soledad. Bogotá: Editorial Antares, 1952.

 

Y mereció las siguientes distinciones:

 

Doctor Honoris Causa de la Universidad de Cartagena, 1997

Medalla del Congreso de la República

Medalla ProArtes al Mérito Literario, 1995 y 1998 (Cruz de Boyacá)

Homenaje a su obra literaria por la Universidad de Antioquia, 1998

Premio nacional de poesía José Asunción Silva, Bogotá, 1999

Premio Nacional de Novela Esso, 1967, con la obra En noviembre llega el arzobispo

Honor al mérito Universidad Santo Tomás de Aquino en su IV Centenario, Vida y obra, 2000

Primer premio en el Salón Nacional de Pintura, Cúcuta, 1961.

 

 

Leyendo su poesía, de gran hondura existencial y de referencias mitológicas, personales,  históricas y culturales, podemos estar ante una voz descarnada, que indaga desde el desencanto, desde la penumbra y que emerge para refractarse en la luz; estallando en pájaros que emigran, que se traducen a cantos espléndidos, a selvas y a parajes que trascienden la memoria individual y colectiva;  hay plasticidad en sus formas, en sus modos de expresión y una belleza inquietante.  

 

La obra de Héctor Rojas Herazo tiene un amplio reconocimiento en su patria, esa Colombia multiétnica y espléndida que nos revelan sus artistas y creadores.   En este su centenario hay una invocación a sus palabras, a leerlo, releerlo, esperar nuevas reediciones y a fotocopiarlo si es preciso.  Gocen de sus palabras, como respirando el verano, porque como él dice, desde la luz preguntan por nosotros:

 

Esta será tu casa,

éste será tu pozo,

éste el brocal con que lo rodearás

y éste será el patio para tus árboles

y el lecho para que tus hijos

le pidan caminos al vientre de tu esposa.

Éste es exactamente el límite.

Nadie dirá nada, hermano mío,

estás entre las lámparas.

 

Javier Alvarado, Ocú, 10 de agosto de 2021.

 

 

CREATURA ENCENDIDA

 

No es solamente el flujo de la tierra

lo que ha de herir el vidrio de mis ojos.

No es este gasto de sudor y lodo

ni esta ceniza que me puso un nombre

lo que he de combatir y me combate.

Es mi propia creatura, mi sonido de siempre,

mi forma de estar vivo aunque no tenga

un cuerpo qué gastar

o un tacto entre los dedos.

Es esta furia mía de saberme encendido,

de tener claridad,

de ser zumbido,

silbo de Dios,

silueta diferente.

De estar dentro de mí constituido

para seguir arando sin arado,

para seguir tejiendo sin aguja,

para tener un poco de mi ruido

disperso en un rincón o en un suspiro.

Es esta firme cantidad de esencia

para sufrir, para escanciar destino,

esto que me suplica y me conoce,

que madura mi luto desde siempre.

Este saber que no hay descanso,

ni agua para apagarse,

ni polvo que nos cubra ni deshaga.

Somos estos, sepamos, somos esto,

esto terrible y encendido y cierto:

algo que tiene que vivir y vive

por siempre sollozando pero vivo.

 

 

NOTICIA DESDE EL HOMBRE

 

Hemos llegado a este hemisferio vivo,

al de un hombre cualquiera respirando.

Espuma de sus brazos en avance,

las dársenas del vientre,

las adánicas cárcavas del pecho.

Terrible es su esplendor y su pureza.

Todo es sólido, cierto, inabarcable,

en sus riberas de sudor y anhelo.

Al fin hemos llegado.  Este es el hombre.

El buscado de siempre, el deseado.

¡Qué comarcas de luto,

qué arenales de sueño,

cuánta célula arando y suspirando,

qué selva glandular en su memoria!

Todo el aroma cabe en sus narices,

todo el asombro hierve entre sus ojos,

todo temblor le viste de hermosura.

El día lo nombra amado de su luz,

pensado de sus frutos,

responsable del aire y el plumaje,

clamor de la mañana y humedad del rocío.

Vamos a atravesarlo, a verlo, a olerlo,

a conquistar sus valles de alegría,

su inviolado silencio,

los senderos que cruzan su energía.

Vamos a conocerlo poro a poro,

suspiro por saliva y diente a diente.

Este es el hombre, ¡al fin!, la tierra humana,

la dura geografía del castigo.

Por él hemos zarpado de nosotros

y hemos fletado verbos encendidos,

por él hemos remado diariamente

entre casas cerradas y adjetivos

y hormigas y cuchillos y suspiros.

Este es el hombre planetario y vivo.

Con su orilla de lumbre,

su nocturno pavor,

su pueblo de apetitos y sabores

y sus minas de apetitos y sabores

y sus minas de olfato y esperanza.

Hemos llegado ya.  Y en él vivimos.

 

LA REINA

 

Lydia era la dueña de los cocuyos.

Ella los llevaba al mar en las noches oscuras.

Los soltaba cuando los jazmines dormían entre la sal.

Lydia tenía una frente de pájaro.

La recuerdo entre las tablas rotas

y los cordajes de humo.

Su voz era un crustáceo herido.

Toda ella como un barco,

como un  nocturno barco por siempre abandonado.

 

 

LAIDEN

 

Aquello ocurrió una sola vez frente al mar.

 

Como una vasta ciudad de oro que piensa dichosamente en el silencio

o un hombre cuyo único oficio

fuera descender una vara de nardo por los escalones de un templo

o mejor, sí, mejor,

como una rama que eternamente meditase un camino

o el súbito relincho de un ser en las entrañas de una doncella

o todo esto reunido secretamente en una flor

o en la curva de una frente livianamente ocupada

en urdir el suplicio de un toro perseguido por la gran mariposa.

¡Niños!-dirían-¡niños!

dejad los aros,

dejad el murmullo y la masturbación en cuclillas,

dejad de salivaros mutuamente

¡y regocijaos todos en el olor del toronjil y del eneldo!

¿Por casualidad, lo habéis visto?

¿Tenéis noticia de algo más colosal y glorioso?

¿De algo que tan lejos y tan cerca estuviese de todos nosotros?

Miremos, tarde de tardes,

un coro que se levanta enfrentándose al mar.

Y el inmenso oleaje que se inclina suavemente al borde del tiempo.

Y el aleteo de un color perpetuamente enamorado de la tierra.

 

 

SER ESCONDIDO

 

Me entregas tu grano de sal,

tu llaga luminosa,

me habitas.

Oh, sí, me habitas,

Muerdes con dura frente,

con duro filo muerdes,

recreas en mi barro tu terrible ejercicio.

Y asciendes, desdibujas

en música, tu lengua.

Esto no es cierto, ¡no!, no es cierto.

¡Yo sobro!

Este mundo no es mío.

Dame algo,

mi viejo hilo,

mi perdida inocencia,

mi antiguo filamento,

para buscar mi rumbo

y vestirme de hombre.

Asciendes, sí, asciendes levemente.

¡Dame lo que te llevas!

No me dejes en mí

sin rumbo por mis huesos.

 

 

NARCISO INCORRUPTIBLE

 

¡Elemento dichoso!

Espejo que tal vez atesora, lento el aire.

Suave empuje de oro sobre el hombre y el día.

Navegas y mi ser consume su planta, su perfume,.

Y el tenso equilibrio de su fluir, tu sonido,

y ese tibio compás de tus móviles bordes.

¡Ay, llorado, doblado en el olvido,

apenas en mi luto tu huella cenicienta!

tu asombro inclinaba tu belleza

y era el vuelo ante ti,

las hojas encendidas,

el fino ardor del agua.

 

Sobre lo que pasa, lo que nos mira y huye,

inclinas tu tristeza adolescente,

tu carne conseguida,

y duras, cálidamente duras,

mientras vibra la muerte sin herir tu hermosura.

Algo socava, vive,

nos empuja los árboles,

los días, las preguntas,

curva sobre nosotros

el filo de un idioma ignorado.

Y nosotros de ti, bajo tu sombra,

bajo tu frío aliento de niño milenario,

a augurar en los pájaros, en la luz, en la noche,

tu impasible vendimia de hielo inacabable.

 

¡Ay, albor! Mármoles seguros,

fiesta de lo concreto y maduro,

de lo opuesto al morir,

sentid ahora las hojas,

el fuego delicado de una rosa en el aire,

y el vuelo de esta mano

obstinada en perseguir tu sonrisa

firmemente dibujada en la piedra.

Si fuera no más, la penumbra de tu candor,

el pulso riguroso,

el impasible recreo de tu sonrisa sobre el cristal inconmovible.

Miraríamos, entonces, la yerba,

su firme hambre terrestre,

y la seguridad de nuestros sentidos

sin tu apetito indescifrable.

Pero tiemblas, reclamas, retornas cada día

a mirarte, a mirar por nosotros

nuestra arcilla extasiada sobre el agua del mundo.

Y puro, sí, lejano,

Narciso incorruptible,

rostro inmarchito,

norma del alba y de la noche,

perpetuamente ardiendo en la zarza de un hechizado pensamiento.

 

 

EL HERMANO ENTRE LAS LÁMPARAS

 

En tu llanto empieza la risa

a morder un limo bárbaro.

Un limo doloroso que desde el fondo cruje.

Te aprisiona un incendio de pálidas raíces,

de aceite que retorna de apagadas redomas,

de niños que crecieron en el vidrio de un fruto.

Tú eres la lumbre, la castidad,

el murmullo que regresa con la tarde,

las voces que espejean en el aire

detrás de esos hombres que ríen o saludan

o posan simplemente sus manos en un mueble.

Tú eres igual al candor de una espada

fulgiendo en las entrañas de un arroyo escondido.

Tú eres la saliva de un vocablo bajo la luz de la luna.

Atrás quedó el suplicio de los trajes gastados,

de las arrugas que aprisionan un rostro,

de las madrugadas temblando en una cabellera revuelta.

¿Tú has visto el balanceo de una mujer encinta

caminando por una calle sola?

¿Has visto a un perro perdiendo a su amo

en cada transeúnte que cruza por su olfato?

¿Has visto en fin a un muerto,

un muerto dulcemente vestido de rocío?

La espina es lo de más y lo de menos.

La espina –lo que se pudre y cae-

lo demás es el viento, tu mano,

la luz con que respondes al brillo y al espejo.

¿Quién firmó tu pisada y repartió tu tacto,

quién dijo: “Llevarás tu silencio como un estandarte

y arderás en la paciencia de toda hoja encendida”?

¿Hijo mío, dónde mamaste esa leche

de tu perfecta mordedura?

¿Dónde arder, dónde morir ahora?

Tu pecho es ahora duro de furia y regocijo,

clavo de amargura tu lengua,

lirio, pan y hormiga el rigor de tu siembra.

Y, sin embargo, todo fue en ti para el crecimiento y la dicha.

Esta será tu casa,

éste será tu pozo,

éste el brocal con que lo rodearás

y éste será el patio para tus árboles

y el lecho para que tus hijos

le pidan caminos al vientre de tu esposa.

Éste es exactamente el límite.

Nadie dirá nada, hermano mío,

estás entre las lámparas.

 

 

 

 

EL ADOLESCENTE

 

La miel cuaja el olivo de su frente

y un tibio medio día como flauta en su pecho.

Es el niño maduro,

el corazón trabado con espinas,

el mundo rebasado por yerbas

tostadas en el lirio de una lumbre azulada.

Su piel es sólo aire,

color,

roce de hojas,

una oscura alborada que se vuelve resuello,

unos pies encendidos,

unos labios que aún, no han herido su fruto,

una sílaba apenas,, soportando un ramaje.

Dentro de él un caballo,

un alazán galopando en sus venas.

Y el niño pulsa y sufre

un pájaro liviano,

unas alas cantando,

una zarpa de oro que desgarra su frente.

Tras la negra llovizna de su sangre

una bestia delira,

una bestia golpea sus pupilas,

quiere trizar el aire de su sueño.

Y él sueña pensativo sus dos ojos,

la luna de su sexo entre las hojas,

el luto de una flor sobre su vientre.

 

 

NOCTURNO RESPLANDOR

 

De repente

en lo más profundo y desasido del sueño

un relámpago me ilumina y divide,

me ciega totalmente con su harina temible.

Estupefacto miro a mi derredor,

me llamo, me busco deslumbrado.

No estoy.  Me siento sobre el lecho.

Unas olas apagan mis valles de alegría.

 

 

UN HOMBRE AL LADO DEL CAMINO

 

Podrán decirme

traga tu saliva

aguanta

tente despacio, pon tu buena letra,

firma no más que lo demás es lodo.

Podrán esto y el otro y lo del otro

repetirme

hasta fijarme huesos y memoria.

‘¿Y qué mas da, respondo,

qué me gano y se llevan de mi luto?

¿Qué más da que me doblen y me entierren

y me encimen de paso por mi delirio?

¿Si algo me rompe, si algo me sacude,

si un ala me divide

si no vivo más que de muerte natural

si siento

que estoy perdido

que he sido herido por mi propio filo?

 

 

LOS PESCADORES

 

Con su linterna

parecían dos girasoles en la noche.

Ella y él

con su aroma de sueño

con su perfume de hijos en los brazos.

Todavía sin sonido las palabras

pero el mar es el mar (y lo sabían).

 

 

LA AMANTE

 

Tu cuerpo era una luz atónita

que no hallaba reposo.

 

Buscaba, en el lindero de tus formas,

la salida, la atmósfera,

quería huir, deshacerte,

regarte en los objetos y evaporar tu sueño.

 

Tu cabello era música dibujada en tiniebla

(recuerdo la levedad vibrando en sus líneas de oro)

y tu voz, tu quejido, la flauta de tu sangre,

ebria de cosas vanas, de dicha momentánea

como lluvia

redoblando el misterio y el caudal de mis venas.

 

Cantabas entornando los párpados

al llegar de muy lejos:

de ti, de lo escondido,

de jazmines, de tiempo evaporado en ataúdes,

de hormigas caminando por tu frente de niña.

 

Y mirabas, entonces, con ojos de amapola

liberando una llama que elevaba tus miembros.

 

Allí, tan cercana, tan firme y evidente,

el mundo se alejaba,

recogía sus tentáculos, sus fechas, sus ventanas,

y se volvía un latido, una orilla imprecisa,

algo que por nosotros respiraba en silencio.

 

Existías simplemente más allá de ti misma

casi eterna

como si limitara tu perfil con la muerte.

 

 

EL GIMNASTA

 

En la breve fortuna

el mito de tus alas

el orden, la gracia y la energía de tus miembros.

¡Oh solar!

el más duro y elástico

el que en belleza gime

prisionero del tendón y del torso

y el mar en la mejilla como un símbolo.

Concentras en ti

la ortiga que aniquila el ímpetu del toro

y el aire que ha festejado el racimo

y distiende los labios y la cadera del dios

amenazados en la alegría de tu brazo.

Ahora empinas el tiempo con el dardo,

respiras a compás

hurtas la sangre al mármol

y derrochas azul como un pájaro en vuelo.

 

 

MEDIODÍA

 

¡Anthea, Anthea, oh medusa de nieve, mira el mar,

la fatiga del mar temblando entre los olivos!

El leve parpadeo del tiempo sobre el agua

y más allá, flotando entre las hojas,

el polvo de las islas

el mugido de la luz

curvada por el aire como un ciervo de oro.

Mira esta línea feliz dividiendo el dibujo de las hojas.

Merece, hija mía,

tus oídos con memoria de cigarra

para alabar el eco de un dios repetido en las olas.

 

 

COMO HICIMOS LA HISTORIA

 

La luz llegaba todos los días.

Y las moscas.

Y los sueños llegaban puntualmente

a veces, por fortuna, con catarro.

Se nos iban los dedos y los ojos

abrochando camisas y zapatos,

buscando direcciones

o subiendo escaleras.  Había olores.

Unos altos señores con bigotes,

asomados al cielo,

hablaban del deporte o de la patria,

del alza de los rábanos

o en calor en las islas.

Había libros.

Nos pintaban consignas y muñecos en la frente

y luego nos sentaban en parejas

a mirar el crepúsculo.

Y llegaba la luz todos los días

con sus sueños y moscas, puntualmente.

 

 

CONFIANZA EN DIOS

 

Cuando llega el momento

(varias veces al día, la semana y el año)

tiento a Dios, a sus codos,

al alambre en que pone a secar sus membranas.

De manera que aprieto sus dos manos,

una así contra otra, llenándolas de nada.

Y después le pregunto si está bien,

si ha gozado en el juego,

si le han dado su poquito de incienso,

o si ya no le duelen los huesos con el frío de la noche.

Así lo trato y él me responde igual.

De esa manera que tiene de mirarme en los espejos.

socarrón,

tan queriendo y haciendo que no quiere,

que no sabe,

que pase lo que pase seguirá frente a mí

comiéndose las uñas.

O poniendo aquel guiño entre sus ojos,

que conozco tan bien que ya me cansa,

por ver si yo le guiño alguno de mis ojos.

 

 

EPITAFIO

 

Tanto viví mi muerte que ahora sueño

morir de vida en azorados huesos.

 

 

Héctor Rojas Herazo (Tolú, Sucre, 1921 – Bogotá, 2002) Poeta y novelista, periodista y pintor. Una de las voces más significativas del caribe colombiano, al lado de Gabriel García Márquez y Germán Espinosa, Meira del Mar y Giovanni Quessep, Raúl Gómez Jattin. Es el autor de una poética del cuerpo en seis libros de poesía, todos ellos fundamentales para su generación: Rostro en la soledad (1952), Tránsito de Caín (1953), Desde la luz preguntan por nosotros (1956), Agresión de las formas contra el ángel (1961), Las úlceras de Adán (1995), y del libro póstumo Candiles en la niebla (2006). Como novelista escribió Respirando el verano (1962), En noviembre llega el arzobispo (1967), y Celia se pudre (1986). Jorge García Usta compiló su obra periodística en dos tomos, Vigila de las lámparas y La magnitud de la ofrenda. Este año, 2021, se celebra el centenario de su nacimiento.

 



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