20 Abr 2024

31. POESÍA ESPAÑOLA. ANGÉLICA MORALES

-30 Ago 2021

 

REPITE CONMIGO

 

Repite conmigo:

Alma,

puñal florecido en la noche,

sexo en llamas,

la nieve intercambiando su ropa interior,

el frío de una palabra,

el tiempo masturbando sus legañas.

Repite conmigo:

Tarde peinando su cabellera de espaldas,

todo el amor de esa hoja que nos escribe,

la cruz,

esa lluvia luminosa,

nada más que una herida,

el duelo de los verbos pasados.

Repite conmigo:

Cadena de árboles apretando tu garganta,

el país de una mujer cuya piel quema.

Repite conmigo:

El destino,

los números impares,

el ataúd de una carta,

esa ventana que lima sus piernas y corre.

 

 

VERSOS BASTARDOS

 

Acariciando la cabeza de la noche,

como un león dormido en el desorden de una lágrima,

como una madre sin dientes que excava la tierra donde va morir,

como un cristal que espera en pie la lluvia,

como un guante que añora la desnudez de una mano,

como si todo fuese una mentira dentro de una máquina de coser,

como si los árboles pudieran abrir sus bocas y gritarle a Dios,

como si toda altura estuviera prisionera en el corazón de un dedal,

como si yo fuese océano

o gotita de ginebra

o el pie número 99 de ese gusano oscuro

que arquea su vientre para parir versos bastardos.

 

 

NINGÚN DIOS

 

Yo nací del rencor de mis arañas,

de la tarde rota sobre los labios de la porcelana.

Yo nací con la cicatriz de un pájaro tatuada en la boca,

con la lluvia siempre lejos de las manos.

Yo nací,

negra,

casi blanca,

enteramente azul,

una madrugada de agosto,

cuando mamá abría sus piernas

y cayó el rayo,

cuando mamá pelaba naranjas y la soledad de un ángel,

cuando mamá cerró su corazón y me dejó a oscuras.

Yo nací del silencio,

allá arriba,

donde los árboles duermen y después desordenan el sueño de sus raíces.

Yo nací con dos huesos de más,

con el perfume de un muerto envolviendo mi tristeza.

Nací rota,

simulando el amor,

masturbando fiebre y rosas enfermas.

Yo nací con la temperatura exacta del olvido,

con un ramillete de ojos llorosos y casas derrumbadas

ocultas bajo la piel de mis vestidos.

Yo nací,

simplemente llegue de la sangre y de lo hondo de un destierro,

de la luz que ciega y parpadea,

de un saloncito estrecho en el que los hombres fuman

y acarician las nalgas del whisky.

Nací y eso fue todo.

Ningún dios,

Ninguna nube rompiendo el vientre de sus hogueras.

 

 

GOTITAS DE COBRE

 

Muchacha,

asoma el pico de tu sexo.

La mañana es alta y tiembla.

No quedan calles para repartir en la memoria,

ni niños degollando un lunes

sentados a la mesa.

Muchacha,

el mantel tiene hambre

y los relojes se han tumbado a morir.

Vendrán los poetas con gargantas nuevas,

una talla XL para su sangre que no está.

Muchacha,

la tierra se alimenta de sueños

y huesos de mariposa.

Si abres la boca

caerá el mar en gotitas de cobre.

Si abres las piernas,

entrará un hombre de otro país,

sus caballos azules

haciendo el amor contra la pared.

 

 

LA TORTUGA BLANCA

 

Una tortuga blanca tomando altura de las horas,

amamantando con su silencio el sonido del mar que no existe.

Siempre que pienso en ti llegan a mis manos

lenguas de mariposa ardiente y un puñal.

Te veo tendida sobre el manto frío de la nieve,

queriendo correr hacia las cosas reales,

bautizando tu sangre con paraísos de negros y flechas.

Nunca debiste tomar el tren del otoño,

ni pasear cogida del brazo por los andenes que no recuerdan si han sido,

si continúan ahí,

en mitad de un olvido que mengua las noches de tabaco y cielos vacíos,

sin nadie que venga a lavar su rostro de estatua,

a velar su arquitectura herida,

su fiebre oculta en la mejilla del aire.

Una tortuga blanca,

ahora y siempre,

con el mismo trayecto a cuestas,

idéntico hambre en las pupilas.

Homosexual, la tortuga,

como César Moro,

igual que Cavafis,

como tantos otros poetas que escribieron cartas de amor

a las estaciones de paso.

(Pudiera ser un sombrero en Lisboa /

aquel gesto al partir las nueces con el puño /

ese caminar lento sobre los objetos que nos aman)

Y yo no sé si voy a saber buscarte en este vacío

donde todo respira su último aliento,

en este paisaje de arrugas y multiplicaciones

en el que me han convertido los años.

Máscaras.

Todos estamos tocados por máscaras

en este teatro de vida que nos mata lentamente.

Y yo abrazo tu ausencia ahora,

mientras la montaña cruza sus brazos

y un niño empieza a ensuciar la madrugada.

Subo al tren y escribo la luz de tu nombre que no está,

escribo el patio de la abuela donde se reunían las mujeres tristes

para poner en orden el incendio de su ropa interior.

Y siempre era temprano para todo,

para desempolvar la merienda sobre el regazo,

para perfumarnos de sueños marchitos detrás de las orejas,

para pasar un peine a la espalda de Dios

y luego contar el temblor de las lámparas

sobre nuestra cabeza de animales dormidos.

Siempre he viajado hacia dentro de mí,

como Pessoa viajaba en el humo de su cigarrillo

y más tarde echaba al olvido

sus maneras,

su forma de sentarse en la mesa del fondo,

de hojear el periódico,

de contar las pulsaciones de su soledad.

También están solos los muertos

y los pueblos que se abandonan

y aquel gato a rayas que tiene la cadera rota

y camina dando tumbos sobre las aceras.

Recuerdo los domingos en la estación,

la maleta de una mujer muy vieja que descansaba a sus pies

como si fuese el féretro de un hijo amado.

Una maleta gris atravesada por una cuerda.

La mujer no tenía dientes pero trituraba los rezos en silencio,

mientras la gente se iba arremolinando alrededor de las vías

y el viento azotaba los cables y el vuelo de las cigüeñas.

Ni un solo momento miró hacia el cielo.

Sus ojos estaban cautivos

en la maleta gris que descansaba a sus pies.

Más tarde se sentó a mi lado.

Las manos juntas,

la mirada perdida en el color azul de los sillones.

Cuando atravesamos el primer túnel

la mujer empezó a deshojar los pétalos de una mandarina:

“¿Gusta usted?” Me preguntó.

No, gracias, que aproveche.

Y seguimos en silencio.

Ella con su martirio.

Yo con el temor a no encontrarte al otro lado de las horas.

Es esta tortuga blanca.

Siempre ha sido así,

la melancolía de los versos que se escriben solos las noches de ciudad

y mujeres rotas al otro lado de la calle,

esas ganas de saberlo todo estando tan quieta,

como si viajar consistiera en cerrar los ojos

y abrir las compuertas del corazón.

La abuela viajaba en tren con las rodillas muy juntas

y no quería mirar el paisaje porque se mareaba

y todo le parecía de una extrañeza insoportable,

el cielo tan lejos y tan desdibujado,

haciendo añicos su belleza tras el cristal,

la tierra sacando sus tres piernas para correr al mismo tiempo que la máquina.

Todo sucedía dolorosamente aprisa

en la imaginación de la abuela.

Sin embargo el tren era lento,

como su mirada,

lento como el luto de su vestido,

como sus flores blancas ahogadas en un lecho de fino puñal.

Lento y sombrío,

como esos árboles que crecen en la oscuridad de un deseo,

en la parte opuesta de todos los cementerios.

Y yo me asomo a este cuarto donde me sigue lloviendo

tu enfermedad,

tus noches a solas en la casa,

tus zapatitos de pobre niña coja en la inmensidad de sus cuatro años.

Y viajo sobre el caparazón nevado de esta tortuga que es tren

y casa quemada

y mar donde las sirenas asoman sus pechos de piedra

al abismo de una palabra.

Te pienso en la lentitud de este tren que no detiene su latido,

que no conoce la desnudez de tus gusanos ahí abajo,

en el fondo de toda rosa que no sabe morir,

que se sueña

grito,

manzana,

llanto terrible,

paisaje yerto en las postales de mi sangre.

Te escribo,

amor,

desde las madrugadas que huyen de sus siglos,

desde el manto minúsculo de una virgen

que tiene el fémur manchado

de cocodrilos y aguardiente.

Te escribo desde el infinito de este metal

que abre en dos la seriedad de la tierra

y nos comunica con el hambre del infierno.

Te escribo mientras el tren asciende en su locura

y se inflama de pájaros y agonía.

Te escribo sentada sobre el dolor azul de todos mis terrores,

sobre esta lengua de nieve que zigzaguea

en las praderas más oscuras de mi memoria.

 

 

EL ÁNGULO MÁS OSCURO DE LA NOCHE

 

A veces yo, 20 años,

el espejo limpio,

mis ojos siempre bajo el pozo de los verbos.

A veces yo, bebiendo pájaros.

(A sorbitos y desde el ángulo más oscuro de la noche)

Siempre yo y en cambio dividida,

creciendo.

(Niña/ Mujer / Leopardo / Bata de estar por casa / Pedacito de pastel de hormigas)

A veces yo, 20, 40 años,

mis ojos caminando sin mí por una calle de doble sentido.

A veces yo,

en una curva de mis fotografías.

A los 50 años,

cerrando los ojos ante el espejo,

abriendo la jaula de todos mis pájaros.

 

 

DÍAS SIN CABEZA

 

Estos son mis días sin cabeza.

Colores de mármol

que agitan su temblor.

Bajo las hojas del otoño

hay una selección de niños disléxicos

que llegan a la ciudad

atados a sus perros.

Buscan los inhóspitos arrabales,

el vacío de una hora inocente

que bebe y goza.

 

 

MI MADRE A VECES FUMA

 

Mi madre envuelve su enfermedad en un trozo viejo de cortina.

Estamos dentro de la tarde

y el cielo ha crecido dos centímetros.

Ahora ha perdido el azul y está muy pálido,

como si tuviese dolor de muebles o de garganta.

Mi madre da vueltas en la casa,

arrastra sus zapatillas,

mira los pucheros,

se sienta y frente a la tele llora pensando en sus hijos.

Los hijos ahora lejos,

en otra ciudad.

Lejos,

quizá dentro de un teléfono

al que le acaban de cortar las piernas.

Ahora nosotros, los hijos,

somos plumas sucias de paloma

que deambulan de acá para allá con tal de sobrevivir.

Mi hermana ha tenido una niña obesa

a la que saca brillo los domingos,

como si fuese una manzana de feria.

Quiere enseñarle a ser feliz,

aunque sabe que ninguna mujer de nuestra familia

ha podido ser feliz jamás.

Mi madre a veces fuma,

más bien chupa la boquilla de un cigarro

mientras sus dientes se mueven en el paladar

y crecen grietas nuevas en el techo.

Ahora vive sola en una casa cerca del mar

y toma un autobús a las cinco en punto

para ir a cambiar novelas a una librería del centro.

Apenas habla,

solo sonidos inhumanos,

algún gruñido que heredó de papá,

las tripas que se dan la vuelta en el interior del hambre.

Mi madre,

esa mujer que enrolla su enfermedad en un trozo viejo de cortina

ha perdido las ganas de coser

y eructa de rato en rato en la cocina

y abre latas de coca-cola y luego cuenta los anillos

y los guarda en una cajita azul como si fuesen la ceniza de un planeta.

La foto de la primera comunión de mi hermano

también está ahí.

Mi hermano cargando jamones al hombro ahora,

en otra ciudad,

bajo uno de esos cielos que se abren para dar paso a la tormenta,

muchachas dormidas que caen

y hacen un ruido feroz al estrellarse sobre el asfalto.

Mujeres que no conocen el aliento de un hombre cerca,

que han nacido sin música dentro del corazón.

Pero mi madre ese dato lo ignora

porque en su casa no llueve nunca,

solo hay luces amarillas que se van desgastando con las lavadas.

Entonces mi madre camina a tientas,

sorteando las baldosas que están rotas,

buscando el teléfono en la oscuridad mientras sus hijos,

en otra secuencia del tiempo,

abren los tabiques

y extraen los órganos de la madrugada.

 

 

Angélica Morales (España). Es escritora y directora teatral. Premios: XXVII Premio Nacional de Poesía “Poeta Mario López” 2019; XVII Premio de Poesía Vicente Núñez 2017; Finalista del Premio Planeta de novela 2017; XLVIII Premio Ciudad de Alcalá de Poesía 2017; Premio Vila de Martorell 2017; IV Premio Nacional de Poesía Poeta de Cabra 2016; IX Certamen Literario Internacional “Ángel Ganivet” (Helsinki, Finlandia) 2015; II Convocatoria Perversus GEEPP Ediciones (Melilla) 2015; Premio Internacional de Poesía Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria 2013; Premio “Cuéntale un cuento a La Republicana” 2012; Premio Internacional de Poesía Miguel Labordeta 2011. Ha publicado una nutrida obra en narrativa y poesía.

 



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