23 Abr 2024

365. POESÍA COLOMBIANA. JENNIFER GARCÍA ACEVEDO

-09 Ene 2022

 

Hay en la obra de la joven poeta colombiana, Jennifer García, algo que nos aproxima a la reflexión del ser sobre sí mismo, una parábola encarnada desde el vértigo de la palabra que interroga la propia naturaleza y la otredad. ¿Quién es el otro ante mis ojos?, ¿quién soy yo desde la alteridad? En este camino contemplativo, y casi onírico; el soy y el somos, se plantan en un corazón lleno de dudas. Podemos entrever que su poesía no demanda sumisión súbita como si lo han hecho tantas doctrinas espirituales a través de los tiempos. Esta poética es, más bien, un continuum de imágenes que se hacen fruta en el decir de los días madurando ante el umbral de la incertidumbre:

“…estamos nosotros, tratando de develar el enigma, parados frente a la lluvia de hombres que nos desconoce, preguntándonos si como aquí, allí también las banderas se levantan y ondean sobre un campo de animales heridos.”

Somos, también, esos hermosos “animales heridos”. Enseñamos nuestras llagas en los costados, allí podemos vernos y reconocernos no solo como lectores experienciales, sino como ondas de un grito que no permanece indiferente a las saetas porque, cada dolor narrado, nos resulta propio. Así, la evocación poética nos despierta del silencio, nos hace recordar la angustia del ser ante la invisibilidad y ante la no pertenencia. Estos poemas clavan sus puntas de lanza y, en nuestra médula, inoculan cierta dosis de ansiedad.  Somos el devenir de tantas de sus imágenes poderosas: el hijo muerto antes de nacer, el hilo que sostiene el propio cuerpo, los que tocan las cuerdas invisibles del aire, las voces huérfanas y sus formas laberínticas; somos parte de este inventario que rebautiza el misterio para que no sea fácil declinar la balanza.

La poeta, más que extenderse en artificios, profundiza, se entraña en la perplejidad de un instante intemporal para advertirnos sobre la fuerza sobrenatural que es la poesía, “un destino implacable semejante al abismo de los primeros años”, algo de lo que no se puede huir porque está en la estrella de cada ser. En cambio, asoma con recelo a un dios ausente que cada tanto proyecta su sombra para dejarnos siempre desamparados.

Guardemos silencio ante el poema mientras intentamos aceptar el olvido que somos, la fragilidad que seremos. Solo entonces, cada una de las voces presentes en estos textos podrá ser descifrada por el fino oído de la poeta y el sentimiento de escisión, que atraviesa este combate brutal, esta cruzada dialéctica; se librará en un último duelo contra esos otros que podemos ser nosotros mismos.

Amarú Vanegas

 

 

LLUVIA DE HOMBRES

 

Pienso en una pintura de Rene Magritte en la que un grupo de hombres vestidos con trajes idénticos permanecen suspendidos en el aire, sin que sea posible reconocer en sus formas un indicio de ascensión o caída. Pienso en sus pies separados de Dios y de la tierra, en sus voces reveladas a otros e incomprensibles para mí. Pienso que más allá de ese paisaje, donde nadie lanza un grito y todos asumen su destino de animal misterioso, estamos nosotros, tratando de develar el enigma, parados frente a la lluvia de hombres que nos desconoce, preguntándonos si como aquí, allí también las banderas se levantan y ondean sobre un campo de animales heridos.

 

 

SOBRE LA NECESIDAD DEL SUEÑO

 

Tal vez sería dulce reconquistar ahora una música antigua,
profunda y persistente como el eco de un grito entre los sueños
OLGA OROZCO

 

Más allá de estos muros atravesados por un desfile de formas, secuencia de irrevocables seres cuyos nombres no sabremos jamás, está el otro lado del mundo, ese que nos es revelado demasiado tarde. En su centro permanecen todas las cosas perdidas y recobradas en alguna de las estancias del sueño: la voz del hijo muerto antes de nacer, los nombres que amamos ocultos bajo un friso de máscaras, el hilo que sostiene el propio cuerpo. El resto, son gestos inútiles, palabras conocidas, una ráfaga de veloces visiones para anunciar lo bello y lo terrible. Verdades siempre nuestras en cualquier estación del universo. Jugamos a escondernos en este reino creado a nuestro modo, esta casa de todos y de nadie donde la vigilia siempre espera. Negamos lo otro, el reino oculto detrás de los párpados, el pálpito invisible de la casa donde arde una tristeza inmortal. Mientras aquí los ahogados asumen su condición de animales inmóviles brillando en el fondo del estanque y los vivos desconocen la complejidad del sueño y sus ramificaciones. A ese lado del mundo dos hombres se debaten a dentelladas. El que abre los ojos se convierte en prisionero del día. El que los cierra se asoma a la vida lo mismo que a una palabra por primera vez.

 

 

EL CENTRO DE LA FIESTA

A Daniel

 

La infancia es una casa sin huésped, dices. Y tu palabra ahuyenta a los que cantan. Basta un gesto para saber que permanecen ciegos a la sombra de la orquesta, detenidos en la madera del oboe, indiferentes al lenguaje secreto del mundo. La infancia es una casa sin huésped, insistes, pero nadie responde. Extraviados, tocan las cuerdas invisibles del aire, mientras sus voces se agolpan, cercanas y diferentes como letras de un mismo alfabeto. La infancia es una casa sin huésped, te oigo decir tantas veces, pero el sonido del timbal es todo cuanto existe, más allá de eso, poco importan tus cavilaciones, tu condición de asmático en la habitación cerrada, tu memoria atravesada por la herida. Esto es lo que temen. Escuchar a un hombre hablar desde la orilla oscura cuando las puertas de la fiesta se abren y Dios baila en su centro. 

 

 

SOBRE LAS JAULAS

 

Allí donde el animal atiende la urgencia de huir, donde la luz desaparece y el grito se hace carne en un lenguaje incomprensible, ningún Dios habla. Todos saben de esas prisiones detenidas en el tiempo, con sus voces huérfanas y sus formas laberínticas. Pasan de largo como por un puerto destruido, tocan sus barrotes como si tocaran los utensilios cotidianos, y en el rostro del tigre cansado advierten una ruina que no es la suya. La permanencia del animal en la jaula semeja la caída del hombre hacia un mundo que lo desconoce, el cuerpo que se precipita, ciego, resistente a los hilos que cortan los dedos. Cada descenso trae consigo una sentencia de huesos y ceniza trazada sobre la frente, una pulsación del índice sobre la región oscura, un ojo que despierta cuando todo se ha ido. Tarde reconocemos que en la boca del tigre también se revela nuestra herida abierta.

 

 

SONIDOS 

Alguien muere cada vez que elegimos el silencio
MARÍA CLEMENCIA SÁNCHEZ

 

Cada sonido que viene desde el fondo de la casa tiene la forma de un tigre caminando en puntas. El estremecimiento de las cucharas que caen indecisas sobre las losas, su contacto con el suelo que desencadena en la ilusión del vértigo. Aprendimos a recibir con humildad el sonido de las cosas más tristes: la llave sobre la cerradura, el rayo a mitad del día, las cajas de cartón en las que se inscribía demasiado pronto la señal de las mudanzas. Pero nunca supimos cómo retener el camino del cuchillo trazando un nombre sobre el vidrio, ni el golpe del portón tras la despedida del padre. En la cocina la madre custodia la caída, su papel es el mismo que el de un Dios cavando su reino mudo en lo hondo del patio. Al igual que ella las mujeres de la casa aprendieron a rendir su homenaje al silencio, por eso nunca cerraron la puerta antes de la partida.

 

 

EN MI DEFENSA

 A ustedes,

 por quitarme la potestad sobre mis palabras.

 

Dejé de nombrar la poesía como la única patria, incapaz de reconocer por segunda ocasión la voz de Dios que latía en mi oído izquierdo o el rugir del tigre que vio caer lentamente la luz sobre la casa. Hubo un día en que quise retornar de mi descanso a las orillas de lo banal y lo efímero, pero sentí piedad por esa extraña alegría que descendió veinte años después y fue a caer al centro de mi carne. Nunca se olvida el país de origen, el águila no olvida el nido donde descansan sus hijos, ni el libro la desgarradura de la hoja, por eso la poesía siempre vuelve a mí, como un destino implacable semejante al abismo de los primeros años. Hay quienes me acusan injustamente, se jactan diciendo que no son mías mis palabras ¿y de quién si no? He vivido en las tierras bajas de la incertidumbre, recordando una infancia de trazos incomprensibles, vigilando el árbol eternamente arraigado al centro del patio. Nunca descansé bajo un naranjo, ni vi el mar amarillo que tantas veces nombro, tampoco es verdad que mi padre viajó a Bakú, y que las mujeres de la casa dejaron la puerta abierta antes de la partida. Sin embargo en la hora del sueño todas las imágenes toman una validez absoluta. Nunca escribí sobre aquello que vi, escribí sobre aquello que nunca me será permitido ver, pues dadas las leyes de lo inabarcable, cualquier hombre podría ser forastero de sí mismo y sin embargo reconocerse.

 

 

SOBRE LA NECESIDAD DE NOMBRAR

 

Alguien debe hacerse cargo de lo que no se sabe
JORGE CADAVID

 

No existe aquello que no se nombrasolo lo que se nombra existe, dicen los hombres todo el tiempo, pero hay quienes nombran el mar para acabar con la sed del mundo y quienes nombran la fiebre como si revelaran la aparición del sol entre los huesos. Pregunto por lo que existe, y en cambio escucho a las mujeres dar un nombre al hijo que nunca tuvieron, las veo mecer su sombra hasta el amanecer, mientras llenan de leche una vasija de la que nadie bebe. He visto también a hombres ciegos hablar del relámpago como de un objeto conocido, señalar la intensidad de su luz y su recorrido hasta el suelo, luego están quienes aseguran haber visto a Dios de pie sobre el agua. Entre tanta verdad improbable y tanta visión amenazadora, la incertidumbre es nuestro consuelo. ¿O acaso bastaría con nombrar la cuerda imaginaría para que fuera posible sujetarse de ella? 

 

Jennifer García Acevedo (Medellín, Colombia) Poeta, gestora cultural y tallerista. Sus poemas han sido publicados en diversas revistas, periódicos y antologías nacionales e internacionales. Obtuvo el premio Nacional de Poesía José Santos Soto (2019). Participó en festivales internacionales de cine y literatura. Ha publicado Estaciones de lo invisible (2019), Escribir lo invisible (antología personal, 2021), Incertidumbre del nombrar (2021). Sus poemas han sido traducidos al inglés, vietnamita, árabe, francés y creole haitiano. Es directora del Festival internacional de Poesía de Fredonia (Colombia).

 



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