TERABYTE
i
Mi vida de los últimos 10 años:
10 mil fotos,
7 mil documentos,
4 mil canciones;
apenas una pequeña línea de un terabyte.
Todo en carpetas,
pequeños íconos
que se activan como neuronas
y despliegan el recuerdo.
ii
Conecten el disco,
exploren,
no me compriman,
no envíen la memoria
a la carpeta de reciclaje;
acá estuvimos nosotros,
los millenials,
celebramos el fin del mundo
en el 2000
y lo reconstruimos todo
desde el minuto 01 del 2001.
"Digital natives"
fotografiamos todo desde un celular:
los cambios en el cabello,
la destrucción del lugar
donde nacimos,
los momentos armados
para parecer dichosos.
Respaldamos la felicidad
para hacerla indestructible.
Es tan fácil acariciar un teclado
y borrar el amor el deseo.
La pausa en la garganta,
al borde del precipicio al filo de la pantalla,
esperamos llegar a algún sitio.
Dormimos con el teléfono entre las manos,
su luz nos alumbra
en medio de la nada.
EN EL BAR DE ESTA ESQUINA,
mi madre pasa su infancia,
la niña más hermosa
que alguna vez trajo un padre.
Mi abuelo ve su vida
en los rieles del tren
donde murió su padre,
la fricción de todo lo que ha salido mal,
mientras llega al hospital
a despedir a su madre.
El alma de la bisabuela
escondida en alguna parte de Barrio Amón.
Miro los nombres de los moteles a mi paso,
sus ofertas,
sus sábanas como periódicos
con todas las historias que no fueron.
Desnuda
en la esquina de uno de sus cuartos,
con la luz amarilla de un bombillo
y el reflejo en sepia de las cosas.
Mi bisabuelo arregla repetidas veces
el tren negro de la Northern,
que descansa
en la Estación del Atlántico.
Percibo su presencia de ave
que vuela sobre la presa del tiempo.
Me siento en la acera de esta calle
y lo espero.
MIGRACIONES
Lejos
las grandes migraciones animales:
los salmones que regresan
a su casa de agua dulce,
las tortugas de mar
que desovan en la playa donde nacieron.
Acá,
nos falta magnetismo,
cierta noción del espacio y del tiempo
que nos indique hacia dónde ir.
Una brújula dentro de las mariposas
las hace recorrer miles de kilómetros
sin perderse.
Los osos olfatean vida
a kilómetros de distancia
y los elefantes recuerdan siempre
a sus muertos.
Nosotros,
tenemos el recuerdo frágil
y una marca en los cromosomas
que nos hace huir
por mar por tierra.
Así,
migramos de un olvido a otro
guiados por el instinto.
RADIOGRAFÍA DE LAS COSAS
Ajusto el peso exacto de mi equipaje
en dos maletas.
Recuerdo la arquitectura de la habitación,
si en alguna de sus esquinas
olvidé algo.
Miro el libro que dejé bajo la cama,
el único pijama que me daba calor
y usé la noche antes de partir.
Me pregunto:
¿Qué se mirará de nuestro equipaje
en las pantallas de los aeropuertos?
El perfil de sus formas,
la conformación de sus átomos.
¿Y si pudieran ver lo que dejamos?
Lo que en el último minuto
decidimos abandonar,
lo que empacamos primero
y lo que decidimos tirar.
A treinta y ocho mil pies de altura
repaso la lista mental
de lo que llevo.
El camino está oscuro.
Los edificios son apenas perceptibles.
La sombra de las nubes
pesa sobre las llanuras.
Mi país se hace una pequeña mancha,
también mi reflejo en el vidrio.
LO HE INTENTADO TODO
Levantarme con vos
hasta que el sol nos estorba,
sostener tu mano
cuando estas inquieto en la noche,
albergarte en mi cuerpo
como si yo misma
no fuera un país desorientado
sobre el mapa,
abrazarte con fuerza
cuando estas por irte
y cuando regresás.
Pero te estorba la frase que digo
y la que guardo,
a veces
ya no querés sentirme cerca.
Y algo muy en lo profundo de mí
te altera te hiere,
algo mío que no tenés
algo que crees que va a escaparse,
como nos fuimos nosotros
de otras personas
que también nos amaron.
Algo de que no aparezcás en mis sueños,
que me sueñe en otro sitio.
Algo de que esta
no sea mi casa,
aunque lo deseara
aunque lo repita llorando
en medio de la noche.
La madrugada me despierta
con el sueño dulce
de mi propio cuerpo
amparado en sí mismo,
como serpiente que se enrolla
y observa.
IMPRONTA
Dos años dijo mi madre,
en dos años abuela tendrá 80
y debemos hacer una celebración.
Le dije:
vos tendrás cincuenta
y también lo celebraremos.
Mi hermana entrará a los 30.
Yo estoy en la segunda década,
siento los años de abuela y mi madre
sobre mí,
sus intentos de felicidad.
Y me pesa cada pie
que despego del suelo,
cada lucha íntima contra la gravedad.
Bendigo la brecha:
esa dimensión que nos formó los sueños
en diferentes capas de la atmosfera.
Bendigo sus manos,
sus sexos que decidieron parir.
Bendigo el mío
que les duele y me duele.
Bendigo a las generaciones
de las que no quiero ser culpable.
Como en los libros bíblicos
repito mi genealogía:
Carolina hija de Claudia,
hija de Carmen,
hija a su vez de otra Claudia,
hija de Adelia.
En mis manos guardo sus gestos
y entrego el amor
como único legado.
CIERRO LOS OJOS:
Tengo 6 años y recorro un jardín
que ahora se hace diminuto,
huelo cada hoja
sobre el suelo,
toco cada arbusto.
Abro las gavetas de un estante,
apenas alcanzo las perillas,
encuentro una botella de agua florida.
Abuela dice que su padre
la usaba para limpiarle las costras.
Su olor se me impregna en la frente
cuando estoy enferma
y logra curarme.
Tengo 8 años
(Una mano entera
y los dedos de la otra formando un revolver).
Aun no hay muertos en mi vida,
irán llegando de a poco.
Teníamos varias tortugas,
Pensé que nos sobrevivirían,
ahora siento sus caparazones
bajo mis pies
con nuestra inocencia adentro.
Impregno un paño
de agua florida como cloroformo,
los ojos se me cierran.
En este sueño
los abuelos no han muerto.
No podría despedirlos,
preparar sus cuerpos,
cubrir sus orificios con algodones,
acariciar la rigidez.
Atraigo todos los olores de la infancia,
respiro profundo.
-Los abuelos viven-, me digo.
Duermen en sus casas,
esperan el pago de la pensión,
su próximo viaje,
nuestro regreso.
Duermo en mi casa,
con los revólveres de mis manos
apuntando hacia alguna parte.
VALLE DE LOS GEISERES
Lanzo un puñado de tierra
sobre el abuelo muerto,
el terreno está húmedo y tropiezo.
Hundo las rodillas en la tierra
y trato de sentir sus restos.
El cementerio es un valle de geiseres.
Sube el vapor de los cuerpos;
debajo de sus ojos está el fuego.
No quiero mis manos cruzadas
sobre el pecho,
ni una cruz amenazando mi cuerpo.
Quiero los ojos abiertos
y que nadie se asome en ellos.
Carolina Quintero Valverde (San José, Costa Rica, 1989). Formó parte desde el 2006 del taller literario Netzahualcóyolt. Publicó su primer libro Pequeña muerte en el Ártico, con editorial Perro Azul en el 2010, como parte del proyecto Poeta Joven y su segundo libro Datos Adjuntos con editorial Espiral en el 2016. Sus poemas han sido publicados en diversas revistas latinoamericanas y algunos han sido traducidos al italiano y al francés. Ha participado en diversos festivales y encuentros de poesía en Guatemala, El Salvador, Nicaragua, México y en su país. Es egresada de la carrera de medicina de la Universidad de Costa Rica y posee una maestría en Salud Pública y Epidemiología.